Ayer me encontré un pastor alemán en la calle. Me lo crucé volviendo a casa, y sin que yo hiciera nada, empezó a seguirme. Tenía collar y se notaba que estaba cuidado, no estaba sucio ni parecía abandonado desde hace mucho. Pero no llevaba chip. Solo eso ya bastó para que la policía se lo llevara cuando llamamos.
Antes de que vinieran, se quedó un rato conmigo en la puerta. Le ofrecí algo de comida y lo aceptó, aunque sin confianza. Y cuando mi madre intentó acariciarlo, se asustó muchísimo. Se apartó de golpe, como si creyera que le iban a hacer daño.
Ese gesto me dolió más que cualquier ladrido. Porque no hacía falta saber nada más: ese perro tenía miedo de las personas. Y ese miedo no sale de la nada.
No sé qué habrá vivido. Pero sí sé que no es normal que un animal reaccione así si ha sido bien tratado. Y me da muchísima rabia. Me pone enferma pensar que hay gente que puede maltratar a un perro, a un gato, a cualquier ser vivo, sin ni siquiera pensarlo dos veces. Como si no sintieran. Como si no importaran.
El maltrato animal no siempre es visible. No siempre es un vídeo viral o una noticia en televisión. A veces es lo que no se ve: el miedo metido en el cuerpo, la desconfianza, los temblores cuando se oye una voz fuerte. A veces es solo un gesto, y con eso basta para saber que algo no está bien.
Y es que no hace falta que un animal esté sucio o sangrando para saber que ha sufrido. A veces está limpio, lleva collar, y aún así carga con un pasado que no debería existir.
No quiero romantizar el momento ni hacerme la heroína. Llamé a la policía porque era lo que tocaba. No podía quedármelo. Pero me quedó esa sensación de injusticia clavada. De saber que, aunque este perro quizá vuelva a casa, hay miles que no lo hacen. Que no tienen a nadie que los mire con cariño, ni siquiera por un rato.
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