Ciudadanos del mundo
A veces me cuesta entender cómo aceptamos cosas que, si las pensamos un poco, no tienen ningún sentido. Una de ellas es esa idea absurda de que hay personas “ilegales”. ¿Ilegales? ¿Cómo puede ser ilegal un ser humano por el simple hecho de cruzar una línea imaginaria en un mapa?
No me entra en la cabeza que hayamos dividido el planeta —nuestro hogar común— en fronteras tan rígidas, tan llenas de normas, de muros, de papeles que deciden si tienes derecho o no a estar en un lugar. Todos nacimos en el mismo mundo. Nadie eligió dónde nacer. ¿Por qué entonces a unas personas se les da libertad para moverse y a otras se les castiga con alambradas, deportaciones o la etiqueta de “inmigrante ilegal”?
Desde pequeños nos enseñan a identificar nuestra nacionalidad como si fuera parte esencial de lo que somos. Pero, ¿qué pasaría si nos enseñaran primero que somos humanos antes que españoles, marroquíes, colombianos o senegaleses? ¿Qué pasaría si dejáramos de vernos como ciudadanos de un país y empezáramos a vernos como ciudadanos del mundo?
El filósofo estoico Epicteto decía que no somos ciudadanos de una ciudad, sino del universo. Y aunque esa frase es de hace siglos, hoy tiene más sentido que nunca. Las naciones son construcciones humanas. No existen en la naturaleza. Son acuerdos, inventos, límites que hemos creado… y que, muchas veces, usamos para excluir.
A mí me molesta —y mucho— vivir en un mundo donde el pasaporte determina tu valor. Donde una persona puede tener acceso a derechos básicos o ser tratada como criminal solo por no tener los “papeles correctos”. ¿Desde cuándo tener papeles te hace más humano que otro?
Y lo peor es que muchas veces se culpa a quienes migran, como si dejar tu país fuera algo fácil. Nadie se sube a una patera por gusto. Nadie arriesga su vida porque sí. Lo hacen por necesidad, por sobrevivir, por buscar un futuro mejor. Y en lugar de acogerlos, los encerramos, los discriminamos, los deshumanizamos.
No quiero vivir en un mundo donde haya que pedir permiso para existir.
No quiero aceptar que un niño nacido en un país pobre tenga menos derecho a soñar que uno nacido en un país rico.
No quiero tragarme el discurso que dice que “hay que cuidar nuestras fronteras” más que cuidar a las personas.
Sé que no es fácil cambiar las cosas. Pero sí podemos empezar por cuestionarlas. Por dejar de repetir ideas que nos han enseñado sin pensar en lo injustas que son. Por mirar a los demás con empatía, no con miedo.
La filosofía nos enseña a pensar más allá de lo que se da por hecho. A romper esquemas. A imaginar un mundo diferente. Y yo quiero imaginar un mundo sin fronteras, donde ninguna persona pueda ser llamada “ilegal” por haber nacido en otro lado.
Quizá suene utópico. Pero todas las grandes ideas lo parecieron al principio. Así que no pienso dejar de creerlo.
Cuando pienso en la idea de que existan personas “ilegales” simplemente por haber cruzado una frontera, me parece una de las injusticias más profundas que hemos normalizado sin cuestionar. ¿Cómo es posible que algo tan arbitrario como un límite dibujado en un mapa pueda definir quién tiene derechos y quién no? Es como si olvidáramos que todos compartimos un mismo espacio vital y que, en esencia, nadie debería ser excluido por nacer en un lugar u otro.
ResponderEliminarMe incomoda que nuestra identidad esté tan ligada a un papel o a una nacionalidad, cuando en realidad, lo que nos debería unir es nuestra condición de seres humanos. La división en países y fronteras es un invento humano, y muchas veces funciona más como una barrera que como un puente. Esa realidad revela mucho sobre cómo construimos prejuicios y ponemos límites a la libertad de las personas.
Además, me resulta injusto que se criminalice a quienes buscan un futuro mejor en otro lugar, como si la migración fuera una elección sencilla. La verdad es que muchas veces se trata de necesidad, de supervivencia, y sin embargo, en lugar de recibir apoyo, esas personas encuentran rechazo y desconfianza. Eso dice mucho de la falta de empatía que existe en la sociedad.
No creo que debamos resignarnos a aceptar estas situaciones como “normales” o “naturales”. Más bien, es urgente que empecemos a cuestionar esas ideas y a abrir la mente para imaginar un mundo más inclusivo, donde el derecho a la movilidad y a la dignidad no dependa de un papel o una frontera. Es un cambio que parece difícil, pero que empieza con pequeños actos de reflexión y compasión.