Vi un vídeo que no me puedo quitar de la cabeza. Soldados haciendo estallar un edificio en Gaza. Lo destruyen por completo, y de entre los escombros sale humo azul. Y entonces gritan: “¡Es un niño!”. Como si la destrucción de una casa fuera parte de una fiesta. Como si jugar con las ruinas de la vida de otra persona fuera algo divertido.
Me cuesta mucho explicar lo que sentí. Es una mezcla entre rabia, tristeza, impotencia… pero sobre todo eso: impotencia. Porque tengo 16 años, y siento que no puedo hacer nada. No puedo evitar que pasen estas cosas. No puedo proteger a nadie. Solo puedo mirar, y sentirme mal. Y hablar, como ahora.
Lo que más miedo me da es que haya gente que pueda ver eso y no sentir nada. Que lo vea y diga: “bueno, es parte de la guerra” o incluso que lo justifique. No. No es normal. No puede ser normal. Lo inhumano no es solo hacer algo así, sino poder verlo sin que te duela.
Porque esa casa era un hogar. Porque esas paredes destruidas eran el mundo de alguien. Y porque, aunque no lo digan, detrás de ese polvo azul hay vidas enteras que se perdieron.
Y no me da vergüenza decir que lloré viéndolo. Porque no quiero ser de las personas que se han acostumbrado al horror. No quiero tener el corazón dormido. Si algo tengo claro es que prefiero sentir esta impotencia, esta rabia, antes que dejar de sentir.
A veces me pregunto qué clase de mundo estamos construyendo si se puede celebrar una vida nueva destruyendo la de otros. Me niego a aceptar que esta sea la única forma de vivir. Me niego a quedarme callada mientras el dolor ajeno se convierte en entretenimiento para algunos.
No tengo una solución. Pero tengo voz. Y aunque no sirva para detener bombas, al menos sirve para decir que esto no está bien. Que esto no es humano.
Y mientras pueda, lo seguiré diciendo.
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